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Existe, en la Patagonia Argentina, una pintura rupestre de extraordinaria antigüedad. La "cueva de las manos", que data de siete mil años antes de la era cristiana, es uno de los más antiguos testimonios del poblamiento americano. La imponente edad del vestigio, que remeda la escritura con las simples huellas de su instrumento natural, contiene la cifra de una inversión atávica a la que la historia de nuestros días debería aún aventurarse. Si el obrero de Brecht, en su famoso poema, preguntaba ante un libro quién construyó Tebas, la de las siete puertas, quién levantó los arcos de triunfo de Roma –puesto que en los libros sólo figuran los nombres de los reyes y conquistadores– las manos asociadas, plasmadas todas en la misma superficie, yuxtapuestas lumínicamente en multiplicidad móvil, esparcidas en reiteración acariciadora, contienen la respuesta invertida de aquellas narraciones: la huella creativa presenta, en la performación táctil, un resto perdurable de sus propios autores. Representación y autor, imagen y referente, sujeto y objeto de la creación pictórica se encuentran plásticamente evocados en la seña de un colectivo histórico que, en su mutismo, habla de sí y se reclama productor numeroso. En una sociedad como la actual, en la cual los productores están escindidos de su producto, la pétrea inscripción conjuntiva irrita la conciencia privada del trabajo contemporáneo.
Esa imagen, que fulge estática en una cueva del extremo sur del continente americano, puede ser, entonces, en su provocación concisa, la representación sensible de la teoría crítica que buscamos.